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¿Necesita el poker a gente como Will Kassouf para captar la atención de la audiencia?

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Jack Effel, director de torneos de las World Series of Poker, eligió una corbata roja para el dí­a 7 del Main Event de 2016. Un color agresivo. Se puso una camisa azul de rayas con el cuello blanco. No sé si tení­a en mente que los cámaras de la ESPN le tienen etiquetado como plano recurso desde hace casi una década.

Para el traje, optó por la raya diplomática, quizá una pequeña chanza que le gastó el subconsciente, pues Effel sabí­a que lo más probable es que le esperaba un nuevo enfrentamiento con William Kassouf, con el que precisamente la diplomacia no funciona demasiado bien. Además de listo como un zorro, Kassouf es abogado, y disfruta como un gorrino en un charco buscando las cosquillas al reglamento que Effel ayudó a redactar y discutiendo las resoluciones de la dirección.

En verdad, era inevitable. El británico ya llevaba un par de dí­as desplegando su peculiar estilo de entender el poker, una guerra psicológica sin restricciones, de tierra quemada, en la búsqueda constante del lí­mite de la norma para desquiciar al rival.

El primer paso es siempre exasperar a toda la mesa tomándose un tiempo exagerado antes siquiera de mirar las cartas. Luego, cada vez que le llega el turno en una mano, y juega un buen porcentaje de ellas, prolonga el tanqueo con una verborrea inacabable con la que bombardea a la mesa, intentando descubrir alguna emoción que asome más allá del cabreo y la frustración en el rostro de sus rivales y le dé pistas sobre las manos a la que se enfrenta. Al menos, así­ lo justifica.

El reglamento no incluye disposiciones acerca del tiempo que se puede tomar un jugador para actuar, y es demasiado vago sobre el tipo de interacción que se puede tener con otro jugador durante una mano, más allá de triquiñuelas tan obvias como enseñar cartas. Los rivales solo disponen de la posibilidad de pedir tiempo o solicitar una resolución de la dirección para combatir estas tácticas, y el remedio es peor que la enfermedad. Hay que esperar a que aparezca un floor, y Kassouf aún dispone de un tiempo de gracia que apura al máximo con cara de regocijo.

Al final, el ambiente se crispa completamente, la dirección del torneo necesita estar presente cada dos por tres en la mesa y, como último recurso, tiene que aparecer Jack Effel. Lo de acicalarse tanto era de sentido común. Effel ya sospechaba que esta iba a ser la edición del Main Event en la que más tiempo iba a salir en la ESPN. Porque todo este paripé, además, atrae a las cámaras como a las moscas.

Lo alucinante es que los comentaristas se aprestan a recalcar que Kassouf no hace nada que vaya contra el texto del reglamento. Convierte en irrespirable el ambiente para ocho personas que han pagado 10.000$ por jugar el torneo, pero como no ha llegado a escupirles en la cara, el villano debe ser Effel, que retuerce malévolamente un artí­culo nunca invocado para meterle una órbita de sanción injusta a Kassouf. Y el argumento se repite en redes sociales, podcasts, blogs….

Con la tonterí­a, el amigo Kassouf ha chupado cámara como un bellaco. Dos episodios de los 12 emitidos hasta ahora han sido monográficos acerca del británico. En la mitad de ellos ha sido referencia obligada. Las webs que escribimos sobre poker le hemos dedicado un ingente espacio en nuestras portadas, y las celebrities del mundillo se han peleado por su presencia en entrevistas y corrillos de opinión.

¿Y qué porcentaje de todo este tiempo de exposición que ha conseguido el señor Kassouf está directamente relacionado con el juego del poker? Apenas un 50%, siendo extremadamente generoso e inventando la estadí­stica a ojo, por supuesto.

Otorgarle todo el mérito de este autobombo a Kassouf serí­a demasiado honor para él. Tampoco ha inventado la rueda. Kassouf bebe de una gran tradición de personajes que han hecho de la antipatí­a el sello de calidad que les otorga la atención del público.

El parecido razonable que salta más a la vista es el del histriónico Tony G, Antanas Guoga, actualmente europarlamentario. Mi primer acercamiento a la caricatura que trazó de sí­ mismo Tony G durante la primera década del siglo XXI fueron los ví­deos que vi sobre el WPT Grand Prix de Parí­s 2004, en el que quedó segundo tras el británico Surinder Sunar.

En los dí­as previos a la final, Tony G habí­a demostrado su poco aprecio por sus rivales con sus tí­picos sermones posteriores a ganar una mano. Además de darle parte de tus fichas, tení­as que aguantar que el caballero te explicara lo bien que te habí­a toreado y como se habí­a aprovechado magistralmente de tu torpeza y falta de habilidad para hacerte el lí­o del Montepí­o. Parguelas, que eres un parguelas. Y si le ganabas la mano, aún peor. Solo un tonto de tu calibre podí­a ser capaz de malinterpretar su excelso juego de una manera tan catastrófica como para equivocarse y acabar llevándose el bote.

El heads-up contra Sunar es un clásico del material audiovisual sobre poker. Guoga, borracho como una cuba, le dio una barrila terrible a Sunar, bordeando la mala educación, pero por la parte de fuera. A Surinder, un tipo bastante estoico, se le lee el disgusto en el rostro durante toda la partida, que se tornó larga y agónica.

Semejante comportamiento, en vez de convertirle en un paria del circuito, le abrió las puertas a numerosos programas de poker con mesas configuradas por invitación. En sus últimos años como jugador, parecí­a que los productores solo se acordaban de Tony G para buscar el enfrentamiento con Phil Hellmuth, con el que desarrolló una relación de odio-odio -nunca hubo amor- que se utilizaba como reclamo en los trailers de los programas, para enganchar al público.

Hablando de Hellmuth, Phil es el caso más flagrante de este poker rosa. En ambos lados de la ecuación. Se hizo famoso por el incontrolable tilt que le sobrevení­a cada vez que perdí­a un bote grande o quedaba eliminado en un torneo. Nunca era mérito del rival. Hellmuth siempre jugaba rodeado de incompetentes a los que la casualidad convertí­a en injustos verdugos de su grandeza.

Su marca de fábrica era el acercamiento al raí­l en busca de un oí­do amigo en el que vomitar sus exabruptos sobre el rival de turno, en un volumen modulado más para una sala de teatro que para la confidencia, para que se enterara bien todo el mundo.

Esta prepotencia se convirtió en su talón de aquiles, y los productores de los programas de poker orquestaban las alineaciones alrededor de su incontinencia. Buscaban siempre enfrentarle a una némesis sin escrúpulos a la hora de hacer lo posible y lo imposible por hacer saltar a Hellmuth, tipo Tony G o Bill Perkins. Luego, sin tiempo a recomponerse, era asaltado verbalmente por el resto de la mesa, más reacios a ser el bully pero encantados de pisotearle una vez rebozado en el barro, léase Daniel Negreanu, Phil Laak y demás simpaticotes. Hoy en dí­a, hasta empatizo con él, y se debe a los revolcones que me provocaba en el estómago ver el abuso al que era sometido para regocijo del televidente.

Y llegamos así­ al fondo de la cuestión. ¿Tienen razón quienes fomentan este tipo de comportamientos y destacan a este tipo de personalidades disonantes como personajes de mayor interés en una mesa de poker?

Reconocer que estas dinámicas son las que nos atraen es confesar que no se considera al poker un espectáculo capaz de atraer la atención del público por sí­ mismo. El verdadero problema de la glorificación de estos personajes es que trastoca completamente los ingredientes de la receta en la que se debe basar el espectáculo del poker, que todos creemos que pertenece a la programación deportiva.

Es cierto que la tendencia actual en el deporte es similar, a la hora de alimentar la polémica y detenerse en la anécdota, como la del tenista australiano Nick Kyrgios, que entregó un partido y luego se puso gallito en la rueda de prensa. Vimos menos en los telediarios a Bautista, que eliminó a Djokovic en las semifinales del mismo torneo, o a Murray que lo ganó. Pero a nadie se le pasa por la cabeza programar un partido de este sujeto si a la misma hora juegan Nadal o Wawrinka.

En la NBA, hay jugadores como Draymond Green, Andrew Bogut o Ron Artest, rebautizado Metta World Peace, que arañan los lí­mites del reglamento en busca de una ventaja para su equipo. Pero la gente paga por ver a Lebron James o Stephen Curry. Nadie se acerca a las taquillas del Bernabéu para devolver una entrada porque Pepe está lesionado. En cambio, la presencia o no de Cristiano Ronaldo o Messi en el once titular tiene un claro efecto en la entrada que registran los campos que visitan sus equipos.

¿Por qué en el poker se le dan horas y horas de pantalla a gente como Kassouf y no hemos visto apenas a Tom Marchese, Cliff Josephy, Dan Colman, Griffin Benger, James Obst u otros grandes jugadores que han llegado lejí­simos en el mejor torneo del mundo o incluso son November Nine y, por tanto, máximos protagonistas del mismo?

En la variedad está el gusto, dicen, pero la verdad es que este reside sobre todo en las proporciones. Por supuesto que los arrebatos de furia de Vanessa Selbst o las tildadas de Jungleman tienen cabida en el poker, especialmente si hablamos de televisión. Son la especia, el picante del guiso. Pero su presencia debe ser limitada. La mecánica del poker genera suficiente emoción y sentimiento como para restringir la exposición de esos comportamientos al capí­tulo de anécdota. O al menos, destacarlos negativamente, al contrario de lo que hacen Negreanu o los comentaristas de la ESPN, que quieren pintar a Effel como el villano de la pelí­cula.

Lo que hizo Effel fue defender a los jugadores a su cargo de una táctica que raya en lo ilegal con una sanción que raya en la prevaricación. Las reglas del enfrentamiento las quiso poner Kassouf, y Effel se remangó y le batió en su propio juego. A ver si alguien me defiende de la sobreexposición de Kassouf en la televisión de la misma manera. Preferirí­a estar viendo una partida de poker que su careto, la verdad.

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